miércoles, 7 de septiembre de 2011

La gran fuga y el doble poder.

Por Jorge Zabalza.



La mañana del 30 de mayo de 1970, el Penal de Punta Carretas amaneció alborotado: sin efectuar un sólo disparo el MLN(T) se había llevado todas las armas del Centro de Instrucción de la Marina. Las puertas de las celdas fueron dejadas a media tranca, las burlas y los gritos triunfales transmitían la noticia de celda en celda y, poco más tarde, en el patio de recreo los presos políticos hicieron gimnasia todos juntos. Con el fin de disimular la fuerza real que representaban, habitualmente la preparación física se hacía por columna, cada día dos de las seis en que estaban organizados los tupamaros, cada cual con su cronograma de ejercicios físicos, deportes, cursos técnicos y formación política.

Esa mañana del 30 de mayo, los falsos pudores se quemaron en la hoguera del triunfalismo. Encabezados por Pedro Dubra y el Canario Long, doscientos revolucionarios formados de a cuatro en fondo, trotaron en una larga fila alrededor de la cancha de fútbol. La voz aflautada del Canario gritaba “izquier!” y doscientas suelas golpeaban al unísono el piso de balasto, resonando en los muros como un sólo golpe, seco, tremendo, que hacía temblar los cimientos del presidio. Los viejos retirados militares que formaban la Guardia Blanca y vigilaban desde lo alto del muro, cargaron sus carabinas maúseres por las dudas. Allá en al patio veían un ejército de revolucionarios, un verdadero ejército acuartelado en el Penal de Punta Carretas.

Hubieron más de veinte planes de fuga en discusión. Estaba aquél que tanto gustaba a Jorge Manera Lluveras: dos de nuestros más atléticos compañeros (posiblemente Pedro y el Canario) se escondían en los baños, esperaban el momento exacto en que los dos guardias estuvieran alejados del punto de ataque, escalaban el portón del corredor 23, uno subía a hombros del otro y con dos palos de escoba atados, colgaba un gancho y una escala de cuerda de la baranda donde se apoyaban los guardias, trepaban hasta lo alto a fuerza de brazo y los reducían con revólveres de un tiro (de fabricación casera, invento del Inge). El resto treparíamos por la escala y bajaríamos hasta la calle descolgándonos por cuerdas los ocho metros de altura. Estaba pensado saltar a un camión cargado con colchones para acelerar la bajada. Se daba por descontado que el fuego de los compañeros de afuera cubriría la “descolgada”, para que la guardia no hiciera blanco en los fugados.

A mí me gustaba el proyecto de entrar un par de metras, reducir los guardias en la “tercera”, de mañana temprano al repartirse el café, tomar el “centro uno”, abrir los portones que daban a la calle Ellauri (no era difícil obtener sus llaves) y salir en tropel rumbo a la ciudad y la libertad.

En conversaciones con el “Diente” Rosa, cuya comisión era lavar la ropa blanca del hospital, Juancito Almiratti descubrió la posibilidad de irse por un túnel exacavado desde la cloaca hacia el sótano. Se tomaba el hospital y nos íbamos chiflando bajito. La operación la bautizamos “Gallo” y fracasó cuando se intentó llevar cabo.

La realización de una fuga estaba en el aire, creo que hasta los guardias daban por descontado que los tupas se iban a fugar en algún momento. Era un hecho virtual, faltaba concretarlo. La fuga de los tupamaros era la consecuencia necesaria de la situación de doble poder, cuya base política estaba en el accionar guerrillero y, en particular, el asalto al cuartel de la Marina, pero que en Punta Carretas alcanzaba una expresión muy clara.

Cada guardia de Punta Carretas estaba sujeto a la influencia de los dos poderes, el del aparato del Estado, que pagaba su sueldo y representaba la posibilidad de la represión policial, y el del aparato guerrillero, que en el penal ejercía una influencia muy concreta, mano a mano, que el guardia no podía desconocer de ninguna manera. Por un lado, el hombre era sensible al discurso antisubversivo del pachacato, convalidado por el consentimiento de la mayor parte del electorado y reafirmado cotidianamente por los medios de comunicación, pero por el otro, no podía desconocer la justicia de la causa que impulsó al movimiento tupamaro para tomar las armas. En la disyuntiva y la contradicción entre los dos poderes, el guardia a veces, pocas veces, cumplía con su triste oficio, y en otras, las más de las veces, hacía la vista gorda y no se metía en líos. No era moco de pavo estar identificado por quienes habían ejecutado al Comisario Morán Charquero.

El flaco Melián y Juancito Almirattti coordinaban las relaciones políticas con la población carcelaria, un arte en el que verdaderamente se debía hilar muy finito y en el cual jugaba un importante papel la solidaridad concreta: la mitad de las vituallas que entraban a los presos políticos pasaban a los presos sociales a través del “almacén” que administraban Arturo Dubra y el Indio Yamandú Rodríguez Olariaga. En la semana de turismo de 1971 el MLN(T) impartió cursos a los presos sociales que lo deseaban: historia nacional, economía política (lo dio Raúl Sendic), historia del movimiento sindical, la revolución cubana, etc. Sin esa base social favorable la fuga no habría sido posible; desde los planos del penal y los alrededores hasta el uso clandestino del teléfono (no había celulares ni facebook en aquellos tiempos), desde contar con información exacta sobre lo que pensaban y hacían las autoridades carcelarias hasta la posibilidad de entrar o sacar cualquier objeto, todo dependía de las simpatías y el apoyo de la población carcelaria. Y, como si eso fuera poco, solamente gracias a la incorporación de Arión Salazar se pudo excavar el túnel desde su celda en el primer piso, la más cercana al muro de la calle García Cortinas.

Con los secuestros de Mitrione, Dias Gomide y Fly, el MLN (T) apareció administrando la justicia popular, en un ejercicio puro de contrapoder, planteando canjear los prisioneros de Punta Carretas y Cabildo por los prisioneros de la Cárcel del Pueblo, de igual a igual. En aquella semana de agosto de 1970 tuvo lugar una pulseada histórica entre el régimen y el movimiento guerrillero. Pacheco se mantenía en sus trece, no quería negociar con subversivos, pero las presiones para ceder y salvar la vida de los secuestrados era mucha. La caída del Comité Ejecutivo en el allanamiento de la calle Almería, sobre todo por el apresamiento de Raúl Sendic, resolvió la pulseada en favor del pachecato. La suerte (o el trabajo de inteligencia) pareció inclinar la balanza del poder en favor del aparato del Estado.

Sin embargo, durante esos meses en que el MLN(T) pareció haber sido noqueado, la lucha popular siguió cuestionando el poder del pachecato. Con sus diversas formas de movilización, los sindicatos, las organizaciones vecinales y los gremios estudiantiles iban desarrollando en los hechos y desde las bases una red de poder independiente del régimen y que apuntaba contra el sistema. Sobre esas experiencias populares de lucha y resistencia fructificaron las gestiones que conformaron el acuerdo partidario “Frente Amplio”. En diciembre de 1970 el MLN(T) declaró su apoyo crítico a la nueva opción electoral y suspendió unilateralmente las acciones militares para no obstaculizar su desarrollo como movimiento organizado en Comités de Base. Al influjo de las noticias del mundo exterior, los presos de Punta Carretas sintieron la imperiosa urgencia por conquistar la libertad para integrarse a la lucha revolucionaria, de ahí que fueran desempolvados los planes de fuga que habían sido archivados cuando el entusiasmo del canje. El movimiento tupamaro trabajó denodadamente por la fuga de los presos políticos, dentro de la cárcel y fuera de ella. No podemos olvidar las largas horas de los compañeros excavando el túnel apodado el Mangangá para llegar al subsuelo del Penal desde un apartamento ubicado a cuatrocientos metros de distancia.

La historia del Abuso ha sido relatada en varias versiones. Hoy hace cuarenta años que Joaquín Schroeder tendió su brazo para ayudarme a salir por la boca del túnel. También hoy cumpliría noventa años Andrés Cultelli.

Los presos salimos con los planes “hipopótamo” y “del 72” en el bolsillo y en la cabeza. Salimos a trabajar empeñosamente construyendo tatuceras en el Collar y en el Tatú, a conectar berretines con las cloacas en las cloacas, a armar milicias con la columna 70, a desarrollar el aparato militar hasta sus últimas consecuencias. El contrapoder guerrillero fue el imaginario que nos predispuso a tomar Soca y la comisaría de Camino Repetto, a declarar la guerra en Paysandú y a las jornadas del 14 de abril y del 18 de mayo de 1972. El MLN(T) no se quedó sin estrategia sino que implementó una equivocada: desarrollar el aparato guerrillero hasta dejarlo en condiciones de tomar Montevideo como el 8 de octubre de 1969 se había tomado Pando. La gran fuga fue la apoteosis de la concepción del doble poder, la confirmación por la práctica de que era posible instaurar un poder guerrillero contrapuesto al poder del aparato represivo.

Las anteojeras que nos colocó el doble poder no nos permitieron ver la concepción qué entrañaban las movilizaciones populares de base en los barrios, los sindicatos de la tendencia combativa y los gremios estudiantiles donde crecían la ROE y los FER. Se pensó la insurrección como tarea del aparato guerrillero desarrollado en una telaraña que llegara “hasta el pueblo”, pero no se pudo imaginar la insurrección como tarea del pueblo organizado autónomamente y armado hasta los dientes. No percibimos ni discutimos ni elaboramos la insurrección en el marco del poder popular y ese error de concepción nos llevó a morir en la batalla “aparato contra aparato”.





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“El Sandinista debe tener un auténtico espíritu crítico, ya que tal espíritu de crítica constructiva le da consistencia mayor a la unidad y contribuye a su fortalecimiento y continuidad, entendiéndose que una crítica mal entendida que expone la unidad, pierde su sentido revolucionario y adquiere un carácter reaccionario.”

Comandante Carlos Fonseca Amador.

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