domingo, 10 de marzo de 2013

"Chavez nuestro que estás en los pueblos..."


Dicen que Chávez ha muerto. Al principio, también dijeron que había muerto Sandino y que había muerto Guevara y que había muerto Camilo Torres. Hay muertes que sólo pueden entenderse tales con exceso. Antes de Chávez, América Latina era un fragmento. Hoy, en el lago Titicaca saben el nombre del Presidente de Ecuador y saben en Pichincha el nombre del viejo Presidente de Uruguay. Malvinas no son las Islas Falkland porque son las Malvinas, y el Presidente de Paraguay es un Presidente ilegítimo porque el Presidente legítimo fue depuesto con artimañas orquestadas desde el eterno gendarme norteamericano. Fue guerrillera la Presidenta de Brasil y guerrillero el Presidente uruguayo; guerrilleros en el gobierno de El Salvador y en el de Nicaragua, guerrillero el alcalde de Bogotá, guerrillero el Vicepresidente de Bolivia. Por vez primera en la historia, los pueblos conocen los nombres de los dirigentes del continente. Antes no. Eso es obra de Chávez.

Dicen que Chávez ha muerto. ¿Acaso se mueren los que han metido los puños en las olas de la historia para hacer de timón de un nuevo rumbo? Empezaba el nuevo siglo. En el Mar del Plata, por primera vez, el continente americano le dijo a Estados Unidos que quería navegar de otra manera por su propia historia, sin tutela, sin IV Flota, sin las grandes hermanas petroleras de la ExxonMobil y la ChrevronTexaco, sin la Escuela de Torturadores de las Américas, con el recuerdo de Allende. La voz de Chávez fue la que marcó el rumbo de aquel viento. Un monarca decadente quiso mandarle una vez a callar entre cacería y cacería o visita de su yerno a los juzgados. Los reyes inútiles se mueren y son los mismos parásitos los que gritan viva el rey. Los que escriben la historia escriben en libros diferentes. Y reescriben libros con voluntad de eternidad.

A Clinton, Chávez le regaló una nueva frontera para que los aviones norteamericanos supieran que Venezuela ya no era una colonia al servicio del Plan Puebla-Panamá o del Plan Colombia. A Georg Bush, el asesino de las Azores, le regaló Chávez el naufragio del Tratado de Libre Comercio y le dijo en Naciones Unidas que olía a azufre, que es el olor eterno de la pólvora y de los imperios. A Obama, Chávez le regaló Las venas abiertas de América Latina que volvió a ser el número uno de las listas de libros más incómodos. Dicen que Chávez ha muerto. Pero ¿te mueres cuando solo has sido capaz de reunir a todos los Presidentes y jefes de gobierno de América Latina para crear la CELAC y declarar al continente libre de injerencias? He visto a Chávez esta mañana en la mochila de un niño de tierra yendo al colegio.

Chávez supo de su conciencia política mirando a los cerros, a los barrios, a esas favelas y villas miseria donde viven los nadies. Nunca entendió occidente que Chávez no tenía interés en cenar en sus decadentes palacios. Chávez, y eso lo entendió muy bien la derecha latinoamericana, sudaba cerro, hablaba cerro, reía cerro y comía cerro. Porque quería sacar el cerro de las cabezas de los venezolanos pobres para que las cabezas salieran de los cerros. A unos santos -a los que conviene no mirar de cerca- los eleva a los altares el Vaticano. A otros, los santifican los pueblos. Las casas de cartón de los pobres, en esos barrios por donde dios se empeña en no pasar o donde siempre duerme aunque no lo sepan en el Vaticano, necesitan santos con las manos llenas de barro. Santos que hagan el trabajo que el Supremo se niega a realizar, ese dios que no terminan de repudiar los sin consuelo aunque ande siempre tan ocupado en visitar las capillas de los ricos donde a la cena nunca falta un buen vino.

Dicen que Chávez ha muerto. ¿Mueren acaso los santos que eligen los pueblos lejos de las columnas pulidas y culpables del Vaticano? Chávez anda allá arriba, en el cerro, tramando planes. Por donde cabalgaba el caballo de Zapata. Por donde pisaban médicos venezolanos antes de que la locura de los ochenta y los noventa acabase con la decencia de ese país. Ahí nació el santo José Gregorio Hernández, un hombre bueno que habita los altares de la miseria de esas cumbres de lata y ladrillo donde nació la revolución bolivariana. Un médico que decidió abrir su clínica en las calles humildes, por las noches, bajo la lluvia. El otro santo escogido por el pueblo vestido de rojo es Chávez. Que ha pisado las mismas calles pobres y se ha mojado de la misma lluvia que cae en los techos de cartón. ¿Cómo te mueres cuando tantas velas sostenidas con manos oscuras, surcadas, de tierra, arden para llevarte el calor que se te ha marchado?

Dicen que Chávez ha muerto. Lo dicen los que han estado matándolo a través de sus medios de comunicación mercenarios durante una década. Los barrios ricos del Este de Caracas se lo han creído. Celebran con champán francés, lanzan fuegos artificiales, dejan sonar la música con estruendo de fiesta y gritan, como cuando murió Evita Perón, "¡viva el cáncer!". Su dios, el oficial, les perdonará puntualmente cada pecado el próximo domingo. Lo han pactado con sus obispos y sus cardenales. Los de siempre de América Latina contra los nadies invisibles. Aunque eso era antes. Chávez hizo visibles a los invisibles. Un mago que cambió el escenario. "Un bastardo que trajo la lucha de clases", dicen los que sólo ven lucha cuando los golpeados se defienden. Nadie como Chávez ha sido odiado tanto en las últimas décadas por la derecha latinoamericana. ¿Acaso esto no significa nada? ¿A quién odian los que han confundido los palacios de gobierno con sus quintas particulares?

Chávez nunca habló del Tío Tom. Hablaba del negro Pedro Camejo, de Toussaint-Louverture, de Malcon X. Pasaba de lado por el Bolívar mantuano e insistía en el Bolívar que metió en sus ejércitos a negros y pobres. Los que hicieron que el miedo cambiara de bando. A Chávez no le gustaba la oligarquía –esa palabra de regusto viejo sin la cual no se entiende el continente- ni los latinoamericanos bendecidos por Washington. Prefería a Sandino, a Zapata, a Tupac Katari, a Allende, a Bolívar. En la Condesa de México, en la Recoleta de Buenos Aires, en los Jardins de São Paulo, en la comuna de Lo Barneche de Santiago de Chile o en Samborondón en Guayaquil, ha corrido con el dinero el champán. En las zonas residenciales exclusivas de América, la fiesta se prolongó hasta tarde. Mientras, el pueblo ha llorado como no se recuerda. Por un político. Como cuando mataron al Ché. Cuando te lloran tanto no te mueres. ¿En verdad mataron a Guevara?

Dicen que Chávez ha muerto. Hace unas semanas, arrasó en las urnas con un programa socialista. No era retórica. Es la voluntad de desmercantilizar la vida. En un país rentista petrolero. Participaron ocho de cada diez votantes. Sacó 11 puntos de ventaja a su contrincante. En diciembre de 2011, mientras Europa se desangraba -y se desangra- haciendo más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Chávez trajo un liderazgo a un pueblo que lo necesitaba y que, por tanto, lo estaba convocando. Y no sólo a su pueblo: enseñó a América Latina a levantarse, a hablar de tú a tú a los EEUU y a Europa. Le acusaron de regalar el dinero del petróleo. Pero él sabía que Venezuela sólo podía sobrevivir con sus iguales en pie. Igual que lo que hace Merkel con el resto de los países europeos. Pero Merkel no es Chávez. Los líderes que marcan historia vienen acompasados con los pueblos.

En 2002, en abril, el jefe de la patronal venezolana, alentada por Washington y Madrid, dio un golpe de Estado. Un sector del ejército, toda la industria, los banqueros, los diplomáticos, la curia de la iglesia, lo acompañaron. Les faltaron los humildes de los cerros. Planificaron mal los golpistas. Chávez ya era el Presidente que no le había fallado al pueblo. Y ese pueblo se cansó de representar un mismo papel repetido y rescató a su Presidente. Ahí la historia volteó su maleficio. No fue San Jorge providencial acabando con el dragón y rescatando a la princesa. Fue el pueblo el que tuvo que matar al monstruo y rescatar al maltrecho caballero. Ahí, el pueblo firmó un contrato de sangre con Chávez. Ahí Chávez se hizo pueblo y se hizo santo y se hizo historia. En sus logros, en sus carencias, en sus moderaciones y en sus excesos. Pueblo. ¿Y puede morir un pueblo?

La historia también sabe de cañerías y desagües. No hay diseños perfectos. Sabiendo que enfrentaba una posible penúltima batalla, Chávez hizo un urgente testamento político: continuar con la revolución bolivariana con los mimbres reales. Y dejó expresado su deseo. Quién –Nicolás Maduro-, cómo –obedeciendo al pueblo- y de qué manera –con la unidad de todos los que entendieron que el proceso bolivariano, con todas sus imperfecciones, se acercaba, más que en ningún otro momento de la historia, a esa pelea por la emancipación que siempre dio la izquierda venezolana. Pudo haber sido antes, haber sido de otra manera, pudo haber nacido de un consenso. Pero los tiempos de revolución son los tiempos donde no hay cartas de navegación. Las fortalezas también suelen ser las debilidades.

Dicen que Chávez ha muerto. Pero ya está en el rostro de todo un pueblo. El que no tenía esperanza y la recuperó. Los Libertadores siempre se marcan enormes tareas y, como ha dejado escrito la historia, siempre se quedan a las puertas del paraíso. La de Chávez ha sido la pelea contra el neoliberalismo. Enorme, como la lucha por la independencia en el siglo XIX, como la lucha contra el fascismo en el siglo XX. La pelea no se ha ganado, pero está marcada. De triunfar, los próximos libertadores serán corales. De fracasar, será tanta la devastación que, como dijera Neruda de Bolívar, tendrán que pasar cien años para que regrese un liderazgo acompasado con los pueblos. Por eso Chávez ha sido el último libertador de América. Porque ha estado a la altura de sus enemigos. No es un exceso ni una comparación interesada (fuera de que todas las comparaciones son falsas). Libertador porque dio una batalla que parecía imposible. Porque nos acostumbramos a imaginar antes el fin del mundo que el fin del capitalismo. Porque Chávez disparó la piedra y liberó las cabezas. Y los libertadores vienen para quedarse.

Dicen que Chávez ha muerto. Los que le han visto entrar en los pueblos con la marea roja saben que no es cierto. Chávez ha puesto nombre a todo un país. Chávez ha dado patria a Venezuela. Chávez deja Constitución, leyes, propuesta de construcción del socialismo, partidos y una nueva cultura política. A Venezuela, ahora, se la respeta carajo. Cuando la política convoca a todo un pueblo se convierte en Política. Con mayúsculas. Chávez de la incomprensión de la política europea, Chávez de la manipulación de la prensa mundial, Chávez de la caricatura en la mirada satisfecha del norte arrogante. Enfrente, Chávez en la señora que limpia, Chávez en el señor que vende periódicos a la entrada del metro, Chávez de la empleada de la tienda y de la cocinera de maíz y yuca, Chávez del vendedor de helados y del maestro con la cartera vieja, Chávez de la abuela que ahora ve porque la revolución operó sus ojos y de la que ahora tiene vivienda porque se expulsaron a los mercaderes del templo, Chávez de la esquina caliente de Caracas y de la lonja de pescadores de Choroní, Chávez del soldado triste y Chávez del estudiante descalzo, Chávez de la poesía rescatada en un país que había traicionado también a la poesía. Chávez de los negros rescatados y de los indios rescatados, Chávez de lo que hoy es posible en América y que hace veinte años era imposible. Chávez que se ha ido y deja un recado a América Latina: no regreses a otros cien años de soledad.

Dicen que Chávez ha muerto. Lo dicen los que no saben leer los tiempos del viento, los que no saben de la rabia acumulada, los que no saben de la conciencia encarnada en la memoria. El pueblo de Venezuela aún está llorando. Pero sabe que pronto debe enjugarse las lágrimas y seguir con la tarea. La que ha cambiado el rostro de América Latina. Se lo deben a quien les ayudó a abandonar tres décadas de neoliberalismo. Cuando ven que el recuerdo de Chávez hace más sencilla la lucha, sonríen. Y vuelven a entender que Chávez no se ha muerto. Que gente como Chávez ya no muere nunca. Y se ponen manos a la obra.


Juan Carlos Monedero / lamarea.com
Profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense

El autor es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad Complutense y fue asesor del presidente de Venezuela

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“El Sandinista debe tener un auténtico espíritu crítico, ya que tal espíritu de crítica constructiva le da consistencia mayor a la unidad y contribuye a su fortalecimiento y continuidad, entendiéndose que una crítica mal entendida que expone la unidad, pierde su sentido revolucionario y adquiere un carácter reaccionario.”

Comandante Carlos Fonseca Amador.

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